D. Quijote y la extraña aventura de los galeotes (Francisco Cacharro) - El Cercano (2024)

  1. En el capítulo XXII de la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha se cuenta la más extraña de las aventuras del caballero manchego: aquella en la que don Quijote libera a una docena de presos que eran conducidos a galeras, los cuales acaban apedreando al pobre hidalgo loco y su fiel escudero. Ni que decir tiene, la afirmación de que ésta es, con diferencia, la aventura más rara de don Quijote (que ya es decir) responde a un juicio de valor personal – aunque fundado en serias razones, creo – que puede o no compartirse. No es, en todo caso, una afirmación original: uno de los mayores especialistas en la obra de Cervantes, Martín de Riquer, ya dejó escrito, hace muchos años, que “la aventura de los galeotes constituye una de las mayores quijotadas de Don Quijote, dando a la palabra el sentido que ha adquirido en español”. Existe, no obstante, una decisiva diferencia entre la afirmación del ilustre cervantista y la que me propongo sostener aquí: para Martín de Riquer, se trata de una de las mayores quijotadas que contiene el libro; para mí es, en realidad, lo contrario: la aparente quijotada contiene, en su reverso, oculta para nosotros – aunque probablemente no lo estuviese para los contemporáneos de su autor – una profunda y genial cervantada, que, como tal, equivale propiamente a una genuina antiquijotada. A tratar de desvelarla se enderezan las páginas que siguen.
  1. Puede que llame la atención el juicio tan contundente con que se abren estas líneas acerca de lo relatado en el capítulo XXII de El Quijote. ¿Qué tiene de extraño este episodio, qué es lo que lo diferencia de un modo tan radical de las célebres y extravagantes quijotadas que jalonan la novela? La extrañeza de este capítulo no es explícita, ni aparente: el relato es aquí, en principio, tan engañosamente claro y sencillo como el resto del libro (el Quijote es un libro que parece transparente, aunque en realidad está plagado de enigmas). Cuando leí ese capítulo del Quijote por vez primera me causó una profunda perplejidad: algo en la narración – pero entonces no supe advertir con precisión lo qué – resultaba inexplicable, y esa sensación de desconcierto se instaló en mi memoria, asociada al recuerdo de la experiencia lectora, para reproducirse, a lo largo de los años, en sucesivas relecturas. Hay algo raro en este capítulo, algo que no encaja, o que encaja, pero del mismo modo que una disonancia en una frase musical. Se trata, además, de una rareza discreta, que no se exhibe, que se percibe pero no se identifica a las claras, que parece esconderse entre líneas.

A primera vista, cabe advertir una primera peculiaridad relevante en este episodio, que ya marca una importante diferencia con el resto de disparatadas aventuras que llenan la novela. La de los galeotes es la más extraña, como se ha dicho, pero sin embargo no tiene la estrafalaria espectacularidad de la mayoría de los lances en que se ve envuelto el hidalgo manchego: en este episodio, no hay molinos de viento convertidos en gigantes, ni un caballo de madera alzando el vuelo hacia el espacio, ni princesas de delicada piel y rancia estirpe, ni temibles hechiceros de nombre rimbombante, ni nada por el estilo. Es obvio que El Quijote es una novela realista, pero ese realismo incluye la continua distorsión de la realidad en la perspectiva de su protagonista, que una y otra vez sufre alucinaciones: ve encantadores donde sólo hay dos frailes benitos, confunde a una señora vizcaína con una princesa prisionera y a un rebaño de ovejas con un ejército, descubre un hechizo mágico donde no hay más que un retablo de marionetas. En cambio, en el capítulo XXII, y desde esa perspectiva del personaje, no hay visiones delirantes ni fantasías de espada y brujería: el mismo don Quijote – y no sólo Sancho Panza o Cervantes – asume una mirada estrictamente realista: los galeotes son galeotes, los guardias que los llevan a galeras son agentes de la autoridad. A la hora de examinar en detalle esa realidad a la que se enfrenta, descrita y percibida de un modo natural, don Quijote renuncia a su personal visión de caballero andante, que habitualmente se impone a cualquier evidencia empírica. Casi se diría que adopta la posición de un humilde observador objetivo, que desea averiguar exactamente (limitándose a los datos que le suministran los hechos, renunciando a echar mano de los recursos imaginarios acumulados durante años de ensoñaciones y lecturas de libros de caballerías) la razón por la que esos doce hombres son conducidos a las galeras del rey “ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro, por los cuellos, y todos con esposas en las manos”. En coherencia con esta actitud, pide información a Sancho, a los guardias y a los propios galeotes, a los que interroga uno a uno sobre sus crímenes. Su primera reacción, cuando oye a Sancho Panza decir que “esta es cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a las galeras”, es de sorpresa: “¿Cómo gente forzada”, se pregunta, y aún añade: “¿Es posible que el rey haga fuerza a ninguna gente?”. Sancho explica que se trata de delincuentes, y que son llevados por la fuerza en condena por sus delitos. Pero a don Quijote no parece satisfacerle la respuesta, de la que extrae un dato para él decisivo: “Como quiera que ello sea (…) van de por fuerza, y no de su voluntad”. Intuyendo, en ese contexto realista, la posibilidad de que pueda haber una ocasión para el ejercicio de su oficio de caballero andante (esto es: una injusticia) se acerca a preguntar a los guardias y luego, por indicación de estos, uno a uno a los galeotes. La conversación con los presos revela a un don Quijote particularmente candoroso, ignorante de la jerga del hampa, lo que da lugar a una serie de graciosos diálogos. A decir verdad, los delitos que los galeotes confiesan – sin que los guardias rectifiquen en ningún momento su versión, que por tanto cabe dar por buena – son de poca monta, aunque la información que nos aporta Cervantes en este pasaje, a través de las declaraciones de los condenados, es, en algunos puntos, sumamente ambigua e imprecisa: el hurto de una canasta de ropa o el robo de caballerías son los delitos por los que, respectivamente, han sido condenados los dos primeros galeotes a los que interroga. La ambigüedad comienza con el tercero, que afirma haber sido condenado por faltarle diez ducados, dándose luego a entender que con ellos podría haber sobornado a algún funcionario de la justicia; el delito, de cualquier modo, no se identifica, aunque tampoco se niega que haya existido. Al cuarto se le atribuye ser alcahuete (expresión que parece aludir tanto a una posible labor de intermediación en relaciones amorosas ilícitas como a esa misma actividad aplicada al campo del préstamo de moneda) y hechicero: un delito, este último, que don Quijote califica de grave, aunque al mismo tiempo – y en un razonamiento que resulta asombroso en alguien convencido de las milagrosas virtudes del bálsamo de Fierabrás, y obsesionado por la ojeriza que le tiene el maligno encantador Frestón – considera, en un alarde de racionalidad, que “bien sé que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan” y que a lo sumo “lo que suelen hacer algunas mujercillas simples y algunos embusteros bellacos es algunas misturas y venenos, con que vuelven locos a los hombres”; para colmo de ambigüedades, el propio reo niega ser culpable de hechicería. Un quinto preso lo es por burlador de cuatro mujeres, esto es: por haberlas seducido y dejado embarazadas. El sexto, en fin, es Ginés de Pasamonte, un personaje que volverá a aparecer en la novela, pero del que no se llega a revelar cuál es su crimen: sólo se nos informa de que es con mucho el peor de la cadena, reincidente por más señas, de que su pena es la mayor de todas (“va por diez años – replicó la guarda – que es como muerte cevil”) de que parece ser un preso peligroso, pues va especialmente encadenado, y, en fin, de que en la cárcel ha escrito un libro autobiográfico inconcluso (“Es tan bueno – respondió Ginés – que mal año para Lazarillo de Tormes y para cuantos de aquel género se han escrito o escribieren”). La lista de delitos que suma la cadena de galeotes es incompleta (pues faltan los de los otros seis presos restantes) y, como ya se dijo, imprecisa, pues – en especial en el caso del convicto por hechicero y alcahuete, un pobre anciano de venerables barbas que, para más inri, padece un “mal de orina”, lo que lleva a Sancho Panza, que no suele distinguirse por su liberalidad, a compadecerse de él y darle una limosna – el relato no transmite sino una vaga impresión acerca de la verdadera entidad de los delitos castigados. Tal imprecisión en sin duda deliberada, y tal vez se explique por razones de economía narrativa (un relato detallado de los delitos y las penas de los presos podría ser tedioso) pero, sobre todo, por la propia voluntad de Cervantes – un maestro consumado en el arte de no dejar huellas delatoras, en especial en lo que atañe a su propia biografía – porque las cosas, en este capítulo, no quedasen demasiado claras. Habrá tiempo de volver sobre esta cuestión. En todo caso, a despecho de esa relativa, y creo que calculada, ambigüedad en determinados aspectos de la relación de delitos de los galeotes, una conclusión se abre paso con la fuerza de lo evidente: ninguno de ellos ha sido condenado por un crimen de sangre, ni tampoco por delitos políticos (cuyo grave castigo sería comprensible en el marco de una monarquía autoritaria). En todos los casos son delitos menores, en los que no hubo violencia (o, si la hubo, ésta se limitó a las cosas), y algunos de ellos podrían sin esfuerzo calificarse como verdaderamente mínimos, incluso para la mentalidad de la época (como ocurre con el primer galeote, castigado, por el hurto de una canasta de ropa blanca, nada menos que con cien latigazos y tres años de galeras). En el caso de Ginés de Pasamonte, la naturaleza de cuyos crímenes se nos oculta, lo poco que sabemos – el hecho de que sus memorias sean comparadas por su propio autor con el Lazarillo de Tormes – nos remite antes a un personaje de la picaresca que a un auténtico criminal peligroso (al hilo de ello: acaso la teoría, sostenida por Amando de Miguel en su interesantísima Sociología del Quijote, sea correcta, y Ginés de Pasamonte no sea sino la caricatura de algún escritor enemigo de Cervantes; esto parece coherente con el doble juego de retratarlo como un bellaco consumado, con aficiones literarias por más señas, pero evitando al mismo tiempo imputarle ningún concreto delito). En definitiva, lo que se extrae de este primer pasaje del episodio es que los galeotes, condenados a duras penas que oscilan entre los tres y los diez años de galeras, lo son por delitos de muy escasa importancia. Este dato resulta fundamental, como se verá más adelante. Cabe anotar de paso que el interrogatorio deja caer también un par de ideas relevantes: la de que en algún caso la confesión de los galeotes se ha obtenido mediante la aplicación del tormento (procedimiento habitual y perfectamente legal en aquella época) y la de que existía un alto nivel de corrupción en la Administración de Justicia.

Con el interrogatorio de los galeotes concluye una primera parte de este capítulo XXII, que constituye una suerte de planteamiento informativo de la acción narrada. A continuación, don Quijote efectúa una valoración de los hechos que esa información contiene, en un discurso relativamente breve que opera como bisagra del relato, dando paso a una segunda parte, en la que tiene lugar la aventura propiamente dicha o, en otras palabras, en la que se produce lo que Martín de Riquer califica como quijotada. Veamos en qué términos.

El discurso de don Quijote arranca con el mismo mesurado tono realista que caracteriza su actitud en la primera parte del episodio. Cierto, ya no es un simple observador: ahora va a emitir un juicio de valor sobre los hechos averiguados. Y, en los primeros compases del discurso, llama la atención lo ponderado de ese juicio. Es verdad que no es el único pasaje de la novela en que don Quijote hilvana palabras sensatas. Aún así, este pasaje en concreto es especialmente significativo, por la inmediata ligazón entre ese discurso cargado de sensatas consideraciones y la demencial acción caballeresca que enseguida tendrá lugar. En pocas palabras, don Quijote considera que las condenas a los galeotes podrían ser injustas (y llamo la atención sobre el hecho de que emplee el modo condicional): “podría ser que el poco ánimo que aquel tuvo en el tormento, la falta de dineros de éste, el poco favor del otro y, finalmente, el torcido juicio del juez, hubiese sido causa de vuestra perdición, y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte teníades”. Eso es todo: un juicio razonable, de una exquisita prudencia, que ni siquiera se adentra en el fondo del asunto (en términos jurídicos, podría decirse que don Quijote absuelve, por su cuenta, a los galeotes, por razones estrictamente procesales). Sin embargo, es a partir de esta prudente premisa que la bisagra del discurso comienza ya a girar hacia la segunda parte del relato contenido en este capítulo, en la que efectuará un brusco viraje hacia el registro demencial habitual en el caballero de la Triste Figura. En efecto, a don Quijote le basta esa duda razonable y relativista sobre la justicia de las condenas para – en una especie de salto en el vacío – concluir dos cosas disparatadas que, en puridad, no caben en dicha premisa; la primera, que los galeotes deben ser liberados ipso facto, y, la segunda, que él mismo, en su calidad de caballero andante, goza de la potestad de decidirlo así y, llegado el caso, de ejecutar por la fuerza dicha decisión. No obstante, mantiene todavía cierto grado de mesura: se limita a rogar a los guardias que liberen a los presos, arguyendo que ningún daño personal les han hecho y que, en todo caso, ya se encargará Dios “de castigar al malo”; todo ello con suaves maneras, con “mansedumbre y sosiego”, aunque, eso sí, advirtiendo ya, en la últimas palabras de su discurso, que de no atenderse su “ruego”, “esta lanza y esta espada, con el valor de mi brazo, harán que lo hagáis por fuerza”. La réplica del comisario (“Donosa majadería – respondió”) no se hace esperar, y enciende las iras de don Quijote: de golpe, la bisagra completa su giro, abriendo la puerta a la locura (o cerrando de un portazo la de la cordura): don Quijote arremete contra los guardias, los galeotes son liberados y ponen en fuga a los agentes de la autoridad. Durante esta breve escena, don Quijote, ocupado en la acción, no habla. Pero cuando toma la palabra, una vez liberados los presos, su discurso recobra por entero su habitual rumbo delirante: como ya ha hecho en otras ocasiones, pide a los beneficiarios de su acción que, en pago por ésta, acudan, portando la cadena que los llevaba presos, a presentarse ante la sin par Dulcinea del Toboso y relatarle lo sucedido. Ginés de Pasamonte le replica cortésmente, razonando la imposibilidad de atender tal petición, y no porque la considere una sandez o un despropósito en sí misma (cosa que, a no dudarlo, era lo que realmente pensaba) sino porque, de atenderla, se frustraría su fuga, que les obliga a dispersarse y esconderse. Con todo, y como alternativa, le ofrece el compromiso de que él y los demás galeotes rezarán “una cantidad de avemarías y credos, que nosotros diremos por la intención de vuesa merced”. Las corteses, sensatas y conciliadoras palabras de Ginés de Pasamonte provocan una desproporcionada salida de tono de don Quijote, que – a decir verdad, de un modo completamente injustificado, y en abierto contraste con el discurso que escasos minutos antes había dirigido a los guardias – le responde sin contemplaciones: “¡Pues, voto a tal! – dijo don Quijote, ya puesto en cólera -, don hijo de la puta, don Ginesillo de Paropillo, o como os llaméis, que habéis de ir vos solo, rabo entre piernas, con toda la cadena a cuestas”. El desenlace es rápido: a una seña de Ginés de Pasamonte, los galeotes apedrean a don Quijote y Sancho y les roban la ropa. Además, uno de ellos – el seductor de mujeres, identificado como un estudiante (del que uno de los guardias había dicho que era “muy grande hablador y muy gentil latino”) se ensaña con don Quijote, a quien golpea en el suelo con la bacía de barbero que le ha arrebatado – el famoso yelmo de Mambrino – para luego hacerla pedazos contra la tierra. El episodio se cierra con la triste y melancólica estampa del caballero y su leal escudero, derrotados y humillados por la turba de delincuentes: “Sancho, en pelota, y temeroso de la Santa Hermandad; don Quijote, mohinísimo, de verse tan malparado por los mismos a quien tanto bien había hecho”.

  1. Hasta aquí llega el relato de Cervantes. Tocaría ahora entrar a interpretarlo, sin más, como si fuésemos los primeros en leerlo. Pero tratándose de un libro como el Quijote – del que se dice que es la obra más leída de la literatura universal, con la sola excepción de la Biblia – algo así podría entenderse como un acto de arrogancia y, probablemente, fuese una impostura. Otros lo han leído antes, y aunque no siempre los árboles de la bibliografía dejan ver el bosque del libro (en ocasiones, hasta lo ocultan) conviene conocer algunas opiniones al respecto de este capítulo. La muestra de análisis del capítulo XXII del Quijote que ofrezco a continuación es muy escasa, y la razón es simple: obedece a la condición de mero aficionado del autor de estas líneas. Con toda seguridad, existen importantes comentarios, estudios e interpretaciones que desconozco, cuya omisión podría escandalizar (y con razón) al lector cervantista al que le caiga en las manos este texto (y es altamente probable que alguno de ellos pueda incluso invalidar las conclusiones a las que pretendo llegar). Hecha esta advertencia – y añadiendo de paso que no me mueve otro ánimo que el de la pura diversión literaria – podemos ya echar un vistazo a lo que algunos de los mejores lectores de Cervantes han dejado escrito al respecto.

Así, José Antonio López Calle, en un interesante artículo titulado Las aventuras de don Quijote, publicado en el número 8 de El Catoblepas, en 2009, considera que el sentido de este capítulo XXII es esencialmente paródico, comentando al respecto que en esta novela “a veces el énfasis paródico se pone más en la burla de la manera como don Quijote pretende alcanzar sus fines, como el de hacer justicia. Un excelente ejemplo de ello es el de la aventura de los galeotes, en la cual, lejos de defender una causa justa, apoya una injusta, pues no libera a unos oprimidos, como hace Amadís cuando pone en libertad a los prisioneros de Arcaláus o a los presos del gigante Madaque, señor de la ínsula Triste, episodios parodiados por este relato, sino a unos delincuentes condenados a galeras, a los que don Quijote, trastocando los más elementales principios de la justicia e impidiendo que cumplan su castigo, en su demencia toma por gente menesterosa y opresa, alegando sofísticamente que “me parece duro hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres” y que “Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de otros hombres, no yéndoles nada en ello”, ideas que, tomadas literalmente, sin atender a las circunstancias concretas de cada situación, abocarían a un mundo donde se dejaría el campo libre a toda suerte de atropellos e injusticias”. Un poco más adelante, insiste en la idea de que este capítulo es, ante todo, una parodia “de uno de los fines de la caballería medieval, el de dar libertad al forzado o esclavizado, que él” – esto es, don Quijote – “lleva tan lejos que, en realidad, lo que hace es despreciar la idea de justicia, pues libera a unos malhechores condenados como delincuentes, pero que él percibe, desde su trastornada concepción de la justicia, como unos miserables oprimidos que requieren su auxilio”.

No puedo compartir esta interpretación que, partiendo del innegable carácter paródico de la obra, lo exagera hasta el extremo de limitar su dimensión a ese elemento en la lectura que hace de este concreto capítulo. Ni que decir tiene, el Quijote es – entre otras cosas – una inmensa y genial parodia de los libros de caballerías. Pero – y como el propio López Calle explica en otro de sus artículos, titulado Sobre la interpretación del Quijote, igualmente publicado en el Catoblepas, en diciembre de 2007 – el Quijote no es solo una parodia: la ambición literaria de Cervantes al escribirlo es máxima, y consiste en levantar una extraordinaria novela realista que, al modo de un espejo antropológico, refleje la realidad humana en sus múltiples dimensiones. Tal y como resume Amando de Miguel, en la ya citada Sociología del Quijote, “el propósito latente de Cervantes fue el de levantar acta de la sociedad de su tiempo, con una gran carga de ironía y de crítica. Lo de los libros de caballerías fue solo un pretexto literario”. De acuerdo con ese juicio general sobre la obra, como mínimo debe admitirse la posibilidad de que también en este capítulo XXII su contenido vaya más allá de la mera parodia que, evidentemente, constituye su contenido más aparente (pero también más superficial) o, si se prefiere, de que al menos las claves de esa parodia sean más complejas y profundas de lo que el comentario de López Calle permite suponer.

Ya se aludió, líneas atrás, a la calculada ambigüedad de la obra de Cervantes (un rasgo advertido en su día – y probablemente exagerado – por Ortega y Gasset en sus Meditaciones del Quijote, y que López Calle se obstina en negar de un modo no menos excesivo). Esa dosis de ambigüedad varía a lo largo de la novela, pero en este capítulo alcanza una de sus mayores concentraciones (como demuestra el relativamente alto grado de indefinición de los delitos de la mayoría de los galeotes). Es precisamente esta alta dosis de ambigüedad, este carácter equívoco, el que echa por tierra la interpretación de López Calle, que sólo puede sostenerse si se pasan por alto toda una serie de importantes – y ambiguos – detalles del relato que, en este capítulo, relativizan de modo extraordinario la locura de don Quijote.

En efecto, López Calle parte de la premisa de una acción demencial de don Quijote, fruto de su trastornada percepción de la realidad, que le hace ver en un atajo de malhechores convictos a unos desdichados oprimidos que requieren su auxilio. Esta premisa, sin embargo, es falsa. Como ya se avanzó, una de las más llamativas peculiaridades de este capítulo es que precisamente esa percepción trastornada de la realidad por parte de don Quijote no se produce: a diferencia de lo que sucede en el resto de sus aventuras, en la de los galeotes don Quijote no alucina, no ve lo que no hay. Al contrario, se informa objetiva (y contradictoriamente: recuérdese que también – e incluso antes de interrogar a los galeotes – pregunta a los guardias que los llevan, y que estos no desmienten la versión de los hechos dada por aquellos) de los antecedentes de los presos, de la razón de su condena. En los términos literales del relato, su percepción de los hechos no está distorsionada por la locura. Se dirá, no obstante, que a lo que López Calle se refiere no es tal vez a los hechos en sí, sino a su valoración, al juicio formulado por don Quijote al respecto, derivado de una disparatada concepción de la justicia. Pero tampoco esto se produce. Los argumentos de don Quijote en el breve discurso que opera como bisagra central del episodio pueden ser discutibles, pero no constituyen ningún dislate: don Quijote se basa, de modo explícito en ese discurso, en el argumento de un posible error judicial. Recuérdense sus palabras: “el poco ánimo que aquel tuvo en el tormento” (en una implícita puesta en duda de la fiabilidad de una confesión obtenida con tan sutiles métodos) “la falta de dineros de éste, el poco favor del otro y, finalmente, el torcido juicio del juez” (en alusión a la posible corrupción o, cuando menos, falibilidad de la justicia) podrían haber sido la causa de su condena. Obsérvese, por otra parte, que en ningún momento don Quijote niega la culpabilidad de los galeotes. En efecto, este breve discurso se abre con la afirmación de que “os han castigado por vuestras culpas”. Por tanto, don Quijote no cree en ningún momento – el tenor literal del relato no permite concluirlo – que los galeotes sean inocentes. Son, probablemente, culpables, cierto (pues ellos mismos lo han reconocido – aunque con la importante excepción del condenado por cuatrero; es significativo observar cómo el guardia que comenta su caso a don Quijote pone más énfasis en el hecho de la realidad de su confesión bajo tormento que en la realidad del delito, de la que no se aporta otra prueba que dicha confesión: de nuevo, la extremada ambigüedad cervantina siembra la duda a cada paso de la interpretación). Pero es igualmente probable que no hayan tenido un juicio justo. ¿Es ésta una opinión disparatada? Es una opinión discutible, sin duda. Pero no se basa en un criterio demencial. A mayor abundamiento, existe otra razón que, aunque no se recoja expresamente en labios de don Quijote, podría fundamentar su posición: y es el carácter indudablemente desproporcionado de las penas impuestas, que, como vimos, lo son por delitos de muy escasa envergadura. Quizá no esté de más recordar aquí que la pena de galeras era un castigo de excepcional dureza, y que, en el caso de penas de cierta duración, raro era el galeote que sobrevivía a su cumplimiento. Cierto: don Quijote en ningún momento hace explícita una opinión al respecto (y no es descabellado pensar que ese silencio obedezca a una autocensura del propio Cervantes, cuya libertad literaria no era tanta como para poner en solfa, de un modo tan abierto, la justicia del rey). Pero no hace falta que esa opinión se explicite: la impresión de que las penas eran excesivamente duras se desprende sin dificultad de la lectura, fruto de la combinación entre la levedad de los delitos castigados, la triste condición de algunos de los galeotes (el desdichado anciano de barbas blancas que padece “mal de orina”, un personaje que, en efecto, produce verdadera lástima) y la propia descripción irónica de la mayoría de esos delitos, que Cervantes presenta jugando con los equívocos entre el habla del hampa y el lenguaje convencional. Puede que don Quijote no lo diga, pero es evidente que a Cervantes esas penas se le antojan excesivas. Y quizá en este contexto las afirmaciones de don Quijote en cuanto a que “me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres” y “no es bien que los hombres honrados sean verdugos de otros hombres, no yéndoles nada en ello”, cobren cierto sentido, y pierdan el carácter “sofístico” que les atribuye López Calle. Tal vez lo que, de un modo oblicuo o soterrado, nos quiera decir el autor, escudándose en su loco personaje, sea que la condena de galeras (cuya triste realidad Cervantes, que combatió en la batalla de Lepanto, conocía perfectamente) y, en general, las penas de privación de libertad (que igualmente el novelista había experimentado en sus carnes en varias ocasiones a lo largo de su ajetreada vida) sólo están justificadas ante delitos muy graves (pues si es “duro caso” su imposición, sólo la extrema gravedad del crimen las justificaría).

Ni la percepción de los hechos ni su valoración por parte de don Quijote responden, pues, a una visión distorsionada de la realidad o de la justicia, lo que, de por sí, ya invalida la interpretación de López Calle. Esa distorsión, fruto de la locura, aparece sólo al final del capítulo, con la acción subsiguiente a dicho juicio de valor, esto es, con la decisión de don Quijote de liberar por su cuenta a los prisioneros (decisión, en rigor, incoherente, o cuando menos desproporcionada con su propia valoración de los hechos: en efecto, si de una parte se cree que los galeotes son culpables, y de otra se considera que pese a ello sus penas son desproporcionadas o que quizá no tuvieron un juicio justo, lo procedente hubiese sido no ponerlos en libertad sin más, sino conducirlos de nuevo ante sus jueces y reclamar de éstos la revisión de sus sentencias). Con esta desaforada decisión don Quijote incurre en una arbitrariedad (aun cuando no absoluta, pues bien podría encontrar amparo en una extremada aplicación del principio in dubio pro reo) y, arrogándose una potestad de la que carece, se sitúa decididamente frente a la autoridad (y no meramente al margen de la autoridad, que es su posición habitual; volveré más adelante sobre esta idea). Pero es sólo a partir de este momento del relato que don Quijote, el pobre hidalgo loco que una vez fue Alonso Quijano (a cuya personalidad retornará en la hora de su muerte) vuelve a campar a sus anchas, envolviéndose de nuevo en el fuero especial que le otorga su insania (del que parecía haberse desprendido al inicio del episodio) y que le permite prescindir, sin mayores complicaciones, de los datos de la realidad y los dictados de la sensatez cuando éstos se interponen en su delirante visión caballeresca. Es patente el carácter vesánico de su reacción, primero ante el comisario que conduce la cadena de galeotes y, sobre todo, después, ante un Ginés de Pasamonte que le ofrece una más que razonable alternativa a su demanda de que los presos fuesen a presentar sus respetos a Dulcinea del Toboso. Y no hace falta insistir nuevamente en el marcado contraste entre esa reacción y su actitud – moderada, prudente y reflexiva – al inicio del episodio. Da la sensación de que la primera parte del capítulo XXII transcurriese durante un breve intervalo lúcido de don Quijote, brusca y radicalmente interrumpido en sus páginas finales. Cierto: esos intervalos lúcidos son frecuentes en la historia de don Quijote (como en el famoso discurso sobe las armas y las letras, o en la conversación sobre libros con un canónigo, o, en fin, en los consejos que da a Sancho sobre cómo gobernar la Ínsula Barataria) pero tienen lugar siempre al margen de sus acciones caballerescas, en momentos en los que la acción se remansa y don Quijote no está propiamente ejerciendo el oficio de caballero andante. En el caso de este capítulo XXII, sin embargo – y esto sí es excepcional – el intervalo lúcido se produce, no en una pausa reflexiva entre aventura y aventura, sino en el seno de una de ellas. La rápida sucesión de estos dos antitéticos estados mentales – la lucidez y el delirio – del personaje en el breve espacio de este capítulo es, probablemente, una de las causas de la extrañeza que produce su lectura. La locura de don Quijote se revela aquí particularmente ambivalente, relativa, inestable: sin apenas transición, pasamos de consideraciones marcadas por la compasión y la prudencia a una delirante actitud agresiva adobada con feroces insultos e imprecaciones. El enorme grado de ambigüedad que ello implica es incompatible con la pureza de la parodia expuesta por López Calle. La conclusión inevitable es que no hay sólo una parodia. Si Cervantes hubiese deseado, simplemente, ridiculizar los episodios de Amadís de Gaula a que alude López Calle, ¿a santo de qué hubiese introducido en el relato todo ese cúmulo de ambigüedades, esa duda más que razonable en cuanto a la justicia de la pena de los galeotes y esos fragmentos de transitoria lucidez en su personaje? Le hubiese bastado, como en otros episodios, con dejar la rienda suelta al delirio puro y duro de don Quijote del principio al fin del capítulo, como en la aventura de los molinos de viento, en la de los mercaderes de seda o en la de los batanes. Pero no lo hizo. Y esa actitud del autor sólo puede significar que quiere transmitir algo más que el mero mensaje paródico apuntado por López Calle en su comentario.

Ya se ha citado, al inicio de este breve ensayo, el juicio de Martín de Riquer, que, aún sin poner tan explícitamente como López Calle el acento en lo paródico, despacha el enigma que encierra este capítulo – cuya existencia no parece haber advertido – apelando, sin más, a la locura de don Quijote, en una de sus manifestaciones más extremas, anotando al respecto, en su Aproximación al Quijote, que “lo cierto es que Don Quijote revela en este episodio un desquiciamiento del concepto de la justicia, pues defiende no causas justas sino las más injustas que darse puedan, como es la libertad a seres socialmente peligrosos, y que luego, al apedrear a Don Quijote y a Sancho, pondrán de manifiesto la vileza de su condición. La aventura de los galeotes constituye una de las mayores “quijotadas” de Don Quijote, dando a la palabra el sentido que ha adquirido en español”. Pero ya acabamos de ver cómo, en este episodio, hay algo más que una locura quijotesca, y cómo esa disparatada acción del hidalgo manchego se entremezcla con una excepcional actitud inicial por su parte de respeto a los datos de la realidad y prudencia y moderación en su enjuiciamiento. Es ese contraste entre el don Quijote razonable y ponderado de los primeros compases del capítulo y el vesánico caballero loco que se revela en su accidentado final el que impide dar por buena una interpretación limitada a explicar la conducta de Alonso Quijano a cuenta exclusivamente de su enfermedad mental.

En el extremo opuesto a la postura defendida por López Calle o Martín de Riquer se sitúa la interpretación dada por Miguel de Unamuno en su Vida de don Quijote y Sancho. En este curioso ensayo, en el que Unamuno comenta el Quijote capítulo por capítulo, se realiza una interpretación de la obra y del personaje que poco o nada tiene que ver con lo que cuenta la novela. Llevando a sus últimas consecuencias la visión romántica de un don Quijote sublimado a través de la peculiar ideología unamuniana – una suerte de idealismo cristiano, desgarrado por su existencialismo – Unamuno extrae del relato de las andanzas del caballero manchego un mensaje que en realidad no existe entre sus páginas, convirtiendo a don Quijote en un referente ético, colindante con la santidad: un héroe desde el punto de vista moral, al que su autor – un Cervantes al que Unamuno desprecia continua y abiertamente – trataría, en vano, de ridiculizar en la novela. La obra de Unamuno, al margen de su valor literario y filosófico como expresión del pensamiento de su autor, carece por ello de interés como referencia en el análisis del Quijote, por la sencilla razón de que no persigue mostrar el auténtico significado de la novela de Cervantes, sino que reemplaza éste por el propio pensamiento de Unamuno. Esto es, la Vida de don Quijote y Sancho no sirve, salvo por contraste, para conocer mejor ni a don Quijote ni a Sancho, y menos aún a Cervantes; sólo sirve para conocer mejor al propio Unamuno. Por lo que atañe a la aventura de los galeotes, el análisis de Unamuno apenas repara en los detalles del relato, que utiliza como coartada para explayarse en una disquisición entre la justicia humana (a la que deplora como una abstracción envilecida de la venganza) y la justicia divina, a la que don Quijote se remite, sin atreverse a ejercerla (en lo cual, desde luego, Unamuno tiene razón: en ningún momento don Quijote pretende administrar una justicia que sólo al Sumo Hacedor correspondería ejercer; bastante tiene don Quijote con su oficio de caballero andante, para andar encima metiéndose en el lío de ser ministro de Dios). Por esta razón, según Unamuno – porque toda justicia humana es falible, y porque sólo Dios podría hacer justicia como es debido – don Quijote se limita a poner en libertad a los galeotes: “allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo que no se descuida de castigar al malo, ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de otros hombres, no yéndoles nada en ello”. O sea: don Quijote no estaría tratando de hacer justicia, sino, al contrario, denunciando la imposibilidad moral de una justicia humana digna de ese nombre. Esta sofisticada – y pesimista – interpretación de Unamuno (una radical crítica a la misma idea de una justicia humana moralmente correcta, unida a la constatación del carácter fraudulento de cualquier acto humano que pretenda traer la justicia de Dios a la tierra) va, a todas luces, mucho más allá de lo que el texto cervantino sugiere. Aunque contenga algún elemento de verdad – pues es evidente la apreciación por parte de don Quijote de una situación injusta en las condenas de los galeotes, en los términos ya expuestos – Unamuno construye una explicación de la conducta de don Quijote absolutamente forzada, introduciendo una serie de elementos de juicio que, simplemente, no existen en la obra de Cervantes.

En una línea interpretativa diferente – pero basada igualmente en la contraposición entre la justicia divina y la humana – se había pronunciado pocos años antes Ángel Ganivet, en su Idearium español, obra que Unamuno cita desde una respetuosa y cordial discrepancia. Ganivet, en pocas palabras, vino a sostener que don Quijote trataba de ejecutar una justicia trascendental, por oposición a la “justicia vulgar de los Códigos y Tribunales”, idea que sin embargo sólo logra justificar – en lo que al episodio de los galeotes se refiere – de un modo rebuscado y muy insatisfactorio, apelando a la injusticia de que sólo se condenase a los malhechores que formaban la cuerda de galeotes, “mientras otros se escapan por las rendijas de la ley”. No parece, sin embargo, que la intención de Cervantes fuese la de reivindicar una justicia divina por contraposición a la humana. Y ello, no sólo porque el Quijote sea una obra en la que las cuestiones religiosas no tienen especial relevancia (las referencias a la religión son, a decir verdad, escasas, y de un discreto y ortodoxo convencionalismo) sino, sobre todo, porque el propio Cervantes se encarga de descartar con los hechos narrados cualquier posibilidad de que la liberación de los galeotes pueda ser percibida como un acto de justicia divina: el ingrato y violento modo en que los presos tratan a don Quijote y Sancho una vez que han sido liberados despejan cualquier duda al respecto. Si ese acto de don Quijote es una muestra de justicia trascendental, sus resultados prácticos la ponen abiertamente en entredicho, cuando no la desmienten. Lo que Cervantes nos relata es que la liberación de los galeotes (y me refiero en exclusiva al acto en sí de liberarlos, no a las ponderadas razones que lo preceden) es una locura o, en el mejor de los casos, una tremenda metedura de pata. Pretender ver en ello un acto de justicia ideal no es más que un ejercicio de voluntarismo interpretativo. En este sentido, Ganivet – y, a su peculiar manera, también Unamuno – puede considerarse un epígono de la visión idealizada de don Quijote como paladín de la libertad, propia del romanticismo más trasnochado y expresada en su día por filósofos como Schelling y poetas como Byron.

Las interpretaciones de la aventura de los galeotes expuestas hasta aquí representan, por así decirlo, dos polos extremos y contrapuestos en la hermenéutica del Quijote: en el caso de López Calle, la inteligencia de la obra se hace pivotar de modo excesivo sobre su carácter paródico, y en el de Martín de Riquer la locura del ingenioso hidalgo lo explica todo, en tanto que Unamuno o Ganivet ponen el acento en una supuesta exaltación, a través del personaje de don Quijote, de los valores morales de la caballería andante – del arquetipo de héroe cristiano, en definitiva – y su contraste con la realidad social. Como creo ha quedado demostrado, todas estas interpretaciones resultan insatisfactorias.

Alejadas de ambos extremos – en ocasiones más próximas a la visión paródica, a veces más cercanas a la visión romántica, pero siempre dispuestas a asumir el carácter híbrido, complejo y polivalente de esa novela inagotable que es el Quijote – se encuentran en cambio la mayoría de lecturas de la obra que conozco. Ninguna de ellas, no obstante, acierta, a mi entender, a desentrañar la clave oculta en este extraño capítulo. Pero en todas se pueden hallar atinadas observaciones que apuntan en la que creo es la dirección correcta.

En este sentido, yendo más allá de la interpretación paródica pero sin caer en el exceso de la visión romántica, Lourdes Simó Goberna, en El juego cervantino de locura – lucidez y la variedad de interpretaciones del Quijote, apunta una serie de interesantes reflexiones al respecto de este capítulo XXII: en primer lugar, advierte un claro eco del pensamiento del humanista Luis Vives en la defensa que don Quijote hace del libre albedrío de la voluntad humana, en diversos pasajes del episodio (lo que, de por sí, ya pone por completo en entredicho la visión puramente paródica del texto); en segundo lugar, señala una idea, ya indicada por parte de la crítica, que remite a la influencia del Erasmo del Elogio de la locura en el pensamiento de Cervantes: la posibilidad de que el novelista utilizase la insania de don Quijote como mecanismo para exponer – de un modo encubierto y necesariamente ambiguo – algunas ideas de su autor que difícilmente podrían hallar cauce de expresión de forma abierta. En palabras de esta autora, “la novela no es sólo una parodia. Contiene demasiados elementos, que no escaparon antes ni escapan hoy al público lector. Desde la locura pueden defenderse puntos de vista impensables en la España de la Contrarreforma, tales como la justicia, la libertad, la voluntad. También un loco puede dar su opinión sobre cualquier tema, gozando de una peculiar lucidez. Los discursos y parlamentos de Don Quijote a lo largo de la obra reflejan, al menos parcialmente, el ideario cervantino sobre la vida, el arte y la literatura”. Por otra parte, nos recuerda que “lo cierto es que Don Quijote siempre sale malparado cuando intenta ayudar a los menesterosos. Algunos autores han querido ver aquí una muestra de la ironía cervantina: sólo desde la locura es posible mantener una actitud moral inviable en la sociedad española del XVII”.

A decir verdad, la elección de un loco como el único personaje de la obra en el que, de un modo acabado, se destilan esos valores morales (en una decantación forzosamente irónica y melancólica, a la vista del triste fracaso a que está condenado el personaje: don Quijote sería así, más que un héroe, el primer y más radical antihéroe de la historia de la literatura) constituye una idea excepcionalmente transgresora y subversiva: a su través, Cervantes vendría a poner en solfa los fundamentos mismos del orden social, revelándose como un escritor profundamente revolucionario desde el punto de vista moral. Es una idea tentadora, aunque creo que insostenible por exagerada, y que además pasa por alto detalles de la novela que revelan ciertos aspectos oscuros – o, al menos, escasamente modélicos desde el ángulo ético – en el personaje de don Quijote, que nublan esa supuesta representación de la locura como expresión de un ideal moral. Abstracción hecha de la simpatía que el personaje despierta en el lector, lo cierto es que en don Quijote hay también elementos negativos, como su desmesurado egocentrismo narcisista o su fuerte querencia por el autoritarismo justiciero; rasgos, eso sí, más acentuados en la primera parte de la novela que en la segunda, en la que la evolución del personaje (una cierta “sanchificación”, en palabras de Amando de Miguel, paralela a una progresiva “quijotización” de Sancho Panza) encubre una creciente crisis de identidad que culminará en el restablecimiento de la cordura de Alonso Quijano. Por lo demás, y como señala la propia Lourdes Simó, la locura de don Quijote no es una realidad simple y continua, sino entreverada de constantes intervalos lúcidos (y suele ser en el marco de estos últimos cuando don Quijote expresa verbalmente esas ideas morales, que, por tanto, no serían fruto de la locura).

Sin embargo, y aunque se descarte esta idea de fondo – la pretensión de que Cervantes hubiese querido decir algo tan radical y antisistema como que sólo en la locura cabe la realización moral plena del ser humano – queda en pie, y mostrando una enorme solidez, la idea de que la locura de don Quijote haya podido ser utilizada por Cervantes como un dispositivo literario de burla de la censura, que le permitiese expresar sus propias ideas (siempre, o casi siempre, con la sordina de su característica ambigüedad y su marcado perspectivismo) en esa España contrarreformista donde la libertad de expresión debía ser un bien sumamente escaso. Como se verá un poco más adelante, la hipótesis explicativa del sentido de este capítulo XXII que aquí se propone tiene, entre sus premisas, esta misma idea.

Para cerrar este breve exposición de interpretaciones de este capítulo, resta hacer referencia a la opinión expresada por Américo Castro, en su ya clásico (y polémico) ensayo sobre El pensamiento de Cervantes, obra en la que, llevando a sus últimas consecuencias una idea en su día avanzada por Menéndez Pelayo, expone su tesis acerca del presunto (y a su juicio, poco menos que absoluto) erasmismo de Cervantes y El Quijote. Pero no es la polémica acerca de la supuesta influencia de Erasmo de Rotterdam en el pensamiento de Cervantes – influencia que sin duda existió, pero cuya intensidad probablemente sea menor de lo que Castro pretendió – lo que nos interesa ahora, sino lo que, al respecto de este capítulo, dejó escrito. Y bien: Castro, que atribuye a Cervantes una visión del mundo naturalista y, a su manera, precursora del racionalismo – la visión, en definitiva, del humanismo renacentista – distingue dos tipos de errores que se reflejarían a lo largo y ancho de las páginas de El Quijote: el error consistente en una falsa interpretación de la realidad física (que es la forma que habitualmente adopta la locura de don Quijote, confundiendo molinos y gigantes) y el error de carácter moral (derivado de una mala interpretación del sentido de esa realidad). Y bien: en el episodio de los galeotes (en el que, como vimos, no hay error de los sentidos) Castro advierte la denuncia literaria de hasta tres errores morales, de los cuales dos serían imputables a don Quijote y uno a la justicia del rey. El error moral atribuido a esta última es el que ya señalamos líneas atrás: la evidente desproporción entre los delitos de los galeotes y sus penas (desproporción agravada por las sospechas que Cervantes deja caer en cuanto a la corrección de unas sentencias dictadas previa la tortura del condenado o mediando la corrupción de sus jueces). Los errores atribuidos por Castro a don Quijote tienen un carácter más práctico: no advertir que los guardias de los galeotes no pueden atender su orden de liberar a los presos y, sobre todo, pretender que los galeotes liberados vayan a rendir pleitesía a Dulcinea. Ahora bien: Américo Castro matiza estas conclusiones apuntando con acierto la extrema ambigüedad característica de la aventura de los galeotes: «Con ciertas reservas hay pues, que hablar de error en este episodio, ya que lo erróneo confina con lo problemático. ¿Tiene razón la justicia al condenar a los galeotes? ¿La tienen los guardas? ¿O los galeotes? ¿O Don Quijote mandándoles ir con sus cadenas a los pies de Dulcinea? ¿Yelmo? ¿Bacía? ¿Baciyelmo? La técnica es la misma».

Es forzoso dar la razón a Américo Castro en su apreciación de una crítica a la justicia de la época. Esta crítica, por otra parte, no está presente solo en este capítulo, sino también en otros muchos pasajes de El Quijote, y en otras obras de Cervantes (así, en al menos dos de las Novelas ejemplares, en concreto en La gitanilla y La ilustre fregona, hay alusiones explícitas a la práctica del cohecho en la administración de justicia). Enlazando esta idea con la antes expuesta de Lourdes Simó – la utilización táctica de la locura de don Quijote como parapeto tras el que expresar abiertamente críticas a la realidad social de su tiempo – podría encontrarse una explicación aparentemente satisfactoria a este extraño episodio, que vendría a ser, simplemente, un ejercicio más de crítica cervantina de la administración de justicia, crítica que se endosa al personaje de un loco como coartada del autor. A mi entender, esta conclusión es correcta, pero insuficiente. Esto es: sin duda, este capítulo XXII albergaba la intención de formular esa crítica. Pero esto, sin embargo, no acaba de disipar por completo las rarezas del episodio. Hay dos elementos que me llevan a opinar así.

Para empezar, y aunque quepa pensar que el autor del Quijote emplease la locura de su personaje para realizar crítica social, lo cierto es que en el caso de la administración de justicia Cervantes prescindió por entero, en otras ocasiones, de ese escudo protector (así, en los ejemplos mencionados de las Novelas ejemplares). Y no sólo eso: las críticas a la corrupción de los jueces eran relativamente habituales en la literatura española del Siglo de Oro (baste como botón de muestra la popular letrilla satírica de Quevedo sobre el dinero y la pobreza, en cuyos versos el gran poeta se pregunta abiertamente: “¿Quién los jueces con pasión / sin ser ungüento, hace humanos, / pues untándolos las manos /les ablanda el corazón?”; la respuesta es obvia). Parece claro que Cervantes no necesitaba hablar a través del personaje de un demente para criticar algo – la corrupción en la justicia – que probablemente estaba a la orden del día en aquellos tiempos y de la que la literatura de sus contemporáneos nos dejó un testimonio nada críptico. Cuestión diferente es que en este episodio que comentamos Cervantes estuviese, en realidad, criticando entre líneas algo mucho más grave y escandaloso que la mera corrupción de unos funcionarios. Pero no adelantemos conclusiones.

El segundo elemento que sugiere que el capítulo XXII esconde algo más que una mera crítica a la corrupción u otras deficiencias de la administración de justicia en la España de los Austrias es la extrema ambigüedad del capítulo, a la que ya se ha aludido por activa y por pasiva, pero respecto a la cual no se ha advertido todavía su aspecto más crucial. Se trata del abrupto contraste entre esa crítica inicial al mal funcionamiento de la administración de justicia y la violenta y desalmada reacción de los galeotes frente a don Quijote y Sancho. En efecto, el elemento más desconcertante del relato, el que, sobre todo en una primera lectura, produce mayor perplejidad en el lector, es sin duda ese brusco giro de la realidad al que nos somete Cervantes: en un momento en que el lector podría haber llegado a compartir en parte el juicio de don Quijote y sentir cierta compasión o simpatía por los galeotes (o, cuando menos, por algunos de ellos, como ese pobre anciano condenado por delitos probablemente imaginarios y que, para colmo, padece “mal de orina”) y sin apenas transición con el piadoso ofrecimiento de Ginés de Pasamonte de rezar avemarías a la intención del caballero andante, se desata una explosión de violencia cruel y, en gran medida, innecesaria. Puede admitirse que los galeotes, en su natural deseo de huir, se viesen obligados a reducir por la fuerza a don Quijote. Pero no había necesidad alguna de apalear y humillar a un Sancho desarmado, ni de ensañarse con un caballero caído, golpeándole en el suelo. De repente, los “desdichados que, mal de su grado, los llevaban a donde no querían ir” (así se refiere a ellos el propio Cervantes en el título del episodio) se transforman en una turba de violentos y viles malhechores: salvo que sea un sádico, el lector (y sobre todo el lector actual: nuestra época, por fortuna, es más compasiva que la de Cervantes) reacciona al momento sintiendo repugnancia ante esa violencia. Y ese sentimiento choca frontalmente con la compasión o simpatía hacia los presos que escasas líneas atrás pudo haber experimentado. La maestría de Cervantes lleva su ambigüedad al ánimo del lector. De ahí el desconcierto de éste: una sensación de incomprensión que, en mi caso, es la causa última de que me haya decidido a escribir estas páginas.

Y bien: ¿qué explicación tiene esta ambivalencia del capítulo XXII? ¿Qué pretende transmitirnos Cervantes? La mera crítica a la corrupción de la administración de justicia no exigía un artificio literario tan ingeniosamente urdido, que implica un enigma cuya existencia apenas si se nos sugiere pero que, inevitablemente, se percibe como un no sé qué desconcertante en la narración. El propio Américo Castro consideraba problemático el error moral que presuntamente querría poner en solfa Cervantes. Aun aceptando que este episodio incluye una crítica explícita a la administración de justicia de la época de Cervantes, lo cierto es que con ello no parece agotarse el mensaje que quiso transmitir – y, al tiempo, ocultar – su autor. Pero, ¿cuál podía ser este mensaje?

  1. Me he hecho esa pregunta durante años, sin encontrar una respuesta, hasta que un descubrimiento casual puso a mi disposición la que tal vez sea la clave que explique el sentido de la muy extraña aventura de los galeotes. Como suele suceder en estos casos, la explicación resultó ser más sencilla de lo esperado: como se verá, no hay ningún misterio insoluble en el capítulo XXII; lo único que sucede es que la información precisa para resolverlo no se encuentra en la novela, sino en otra parte: en los datos históricos de la realidad de la época, unos datos que para los lectores contemporáneos de Cervantes debían ser de dominio común, pero que al lector actual no le resultan de tan fácil acceso.

La serendipia (pues así es como se llaman los hallazgos causales que tienen lugar cuando uno busca una cosa distinta: un neologismo que ya es viejo, acuñado por Horace Walpole en 1754) tuvo lugar durante la lectura de la monumental Felipe II y su tiempo, obra del historiador Manuel Fernández Álvarez. Como su propio título indica, en este amplio ensayo histórico Fernández Álvarez no se limita a ofrecer una penetrante biografía de Felipe II, sino que enmarca ésta en una exposición bastante completa de la sociedad de su tiempo, en la que no faltan interesantes apuntes sociológicos sobre la vida cotidiana en la España del siglo XVI. En la parte primera de la obra, Fernández Álvarez dedica un largo capítulo a los marginados sociales: un heterogéneo grupo en el que el historiador incluye a los pobres, los gitanos, los campesinos, el mundo del hampa, los cristianos nuevos – conversos y moriscos -, los esclavos y, en último término, los galeotes. Es significativo que Fernández Álvarez otorgue un estatus diferenciado al galeote (en su análisis, no lo incluye dentro del mundo del hampa) y más aún lo es que comente el enorme interés que tiene el estudio de esta figura, en relación con la que apunta la existencia de una importante laguna al respecto en gran parte de la historiografía. En contraste con ello, sostiene el profesor Fernández Álvarez que el galeote es “uno de los principales personajes del Mediterráneo en el Quinientos”, y que, más en concreto, este personaje estaba “vinculado a la suerte del poderío naval de la Monarquía de cara al Mediterráneo”. En efecto, en el teatro de la guerra naval que constituía el mar Mediterráneo, donde se enfrentaron, a lo largo del siglo, las dos grandes potencias militares de la época – la Turquía de Solimán el Magnífico y la España de los Austrias mayores – la galera era el arma fundamental: un arma cuyo motor exclusivo eran los remos que empuñaban los galeotes. Fernández Álvarez explica que, según los cálculos de la época, para obtener el dominio del mar se hubiese precisado disponer de unas doscientas galeras, cifra que la Monarquía española jamás alcanzó, ni de lejos (hacia 1555, por ejemplo, sólo contaba con veinticuatro). De otra parte, cada galera montaba cincuenta remos, y a cada uno de ellos se encadenaba un mínimo de tres galeotes, a los que habría que añadir algunos más de reserva. Una armada de doscientas galeras, por tanto, exigiría disponer de unos treinta mil galeotes: una cifra verdaderamente impresionante. La necesidad de esta singular mano de obra suponía, según Fernández Álvarez, un “arduo problema por resolver”. Había tres vías para conseguir galeotes: “los cautivos musulmanes, los condenados por la justicia y los que se enrolaban voluntarios (los llamados galeotes de buena boya)”. Los primeros y los últimos eran raros y escasos, con lo que, “quedaba como cantera principal la que ofrecía la justicia, que estaba muy presionada para que castigara a los delincuentes a severas penas de galeras, aún por delitos mínimos”. Ahora bien: esta presión sobre la justicia procedía directamente del propio rey. Existen documentos que acreditan que ya en el reinado de Carlos V y a principios del reinado de Felipe II la Corona requería a la justicia la condena a galeras del mayor número posible de ajusticiados. Pero es, sobre todo, a raíz de la batalla de Lepanto – el gran combate naval, “la gran ocasión que vieron los siglos”, en que Miguel de Cervantes perdió su mano izquierda, el 7 de octubre de 1571 – cuando esa demanda se dispara: como resultado de la batalla, ciento treinta galeras turcas caen en manos de la Liga Santa, la coalición liderada por la Monarquía española; además, Juan de Austria ordena liberar a los cautivos cristianos de las galeras capturadas (esto es: se adquirieron las galeras, pero sin galeotes que remasen en ellas). La victoria y el botín militar obtenidos ofrecían a Felipe II una oportunidad única: la de adueñarse por completo del Mediterráneo y, a partir de ese dominio, infligir al Turco una derrota definitiva. Una posibilidad que, como es sabido, nunca se concretó. Durante años – como un elemento añadido a la leyenda negra que rodeó su reinado – prestigiosos historiadores han sostenido la tesis de que los celos que Felipe II sentía ante el triunfo militar de su hermano de sangre, Juan de Austria, fueron una de las causas de que aquella extraordinaria victoria no fuese seguida de una serie de acciones que aniquilasen la fuerza naval turca. Fuese o no cierta la existencia de esos celos – y no cabe duda de que la relación entre ambos fue problemática, marcada por constantes tensiones que se multiplicarían con el enfrentamiento entre los secretarios personales de ambos – lo cierto es que, por lo que a las frustradas expectativas militares que abrió la batalla de Lepanto se refiere, Fernández Álvarez refuta convincentemente esta tesis: la realidad que revelan múltiples documentos hallados en el Archivo de Simancas es que Felipe II “comprendió la oportunidad que se le ofrecía”. De hecho, tras Lepanto “los astilleros de todos los puertos mediterráneos de la Monarquía se pusieron febrilmente a la construcción de más galeras”. Pero la construcción de nuevos barcos que añadir a los ya existentes y a los apresados a los turcos no bastaba para resolver el problema apuntado: era preciso además reclutar un número suficiente de galeotes que impulsasen las galeras de una armada para la que se proyectaba alcanzar la ansiada cifra de doscientas embarcaciones. El Rey trató por todos los medios de vencer esa dificultad, dando orden, en 1572, “a todas sus justicias, tanto de realengo como de señorío, para que activasen todos los juicios pendientes y para que los delincuentes condenados a galeras fueran inmediatamente enviados a los puertos del Mediterráneo”. Una decisión que, en la orden cursada a las justicias de la Corona de Castilla por el Rey, se justificaba en estos términos: “…por quanto para el servicio de las galeras que de presente sostenemos, que son en mucho mayor número de lo que antes solían haber (…) es necesario juntar gran número de forzados y remeros, de que en dichas galeras hay al presente falta…”.

Este intento del monarca – en palabras de Fernández Álvarez, “un abuso manifiesto del poder ejecutivo sobre el judicial, favorecido por el hecho de la total supeditación en el Antiguo Régimen del segundo al primero” – se saldaría con un notorio fracaso. Según este historiador, “apenas un goteo de delincuentes condenados a galeras” (en torno a unos mil, un número totalmente insuficiente) aunque, “eso sí, por delitos irrisorios (…) y eso, forzando la máquina judicial y acelerando todas las causas pendientes”. Este fracaso – y no la presunta envidia o el temor de las ambiciones políticas de Juan de Austria – explica, de forma sencilla y contundente, el que Felipe II hubiese de abandonar su anhelado proyecto de aniquilar a los turcos y convertirse en el amo del Mediterráneo.

Pero volvamos de nuevo la mirada hacia don Quijote. Salta a la vista que la exposición del profesor Fernández Álvarez arroja una luz decisiva sobre la aventura de los galeotes. Veamos con algún detalle por qué.

Tal y como habíamos avanzado, la sensación de extrañeza y desconcierto que este episodio transmite reside fundamentalmente en el abrupto contraste entre la fase inicial del relato y su violento final. En la primera parte del episodio nos encontramos con un don Quijote lúcido, prudente, razonable, que renuncia a fantasear y observa la realidad con toda la objetividad de que es honradamente capaz: ante sus ojos – y los del lector – Cervantes nos presenta a un puñado de desdichados galeotes, condenados a penas desproporcionadamente duras por delitos mínimos, en algún caso mediando el potro de la tortura para obtener su confesión o existiendo indicios de corrupción judicial; por si fuese poco, los galeotes encadenados se comportan de un modo que no revela una naturaleza criminal, y la triste estampa de alguno de ellos – ese anciano que padece mal de orina – invita incluso a la compasión. La realidad mostrada por Cervantes en esta primera parte del episodio incita al lector a compartir, en mayor o menor medida, el juicio de don Quijote en cuanto a la injusticia de su condena, volviendo relativamente plausible la descabellada idea de liberarlos. Pero esta sensación dura poco: enseguida el comportamiento, de pronto desquiciado, de don Quijote y, sobre todo, la cruel acción final de los galeotes, arrojan un jarro de agua fría sobre la tibia simpatía que uno pudiese experimentar hacia la idea de su liberación. Podría decirse que Cervantes somete al lector a una auténtica ducha escocesa emocional e intelectual. El final del capítulo XXII pone en entredicho – cuando no desmiente – la percepción de la realidad que los primeros compases de la narración habían sugerido. De ahí la ambigüedad, el desconcierto, el carácter problemático al que aludía Américo Castro del mensaje moral contenido en el episodio. ¿Cuál de esas dos versiones de una misma realidad que en el lapso de unas pocas páginas nos ofrece Cervantes es la correcta? ¿Son los galeotes unos pobres desdichados, o unos malhechores sin escrúpulos? ¿Es don Quijote un simple chiflado o un lúcido observador de la realidad? ¿O tal vez en los dos casos ambas cosas sean relativamente ciertas?

La información histórica aportada por el profesor Fernández Álvarez permite abordar con cierta solvencia estos dilemas, y da una explicación cabal a esa carga de ambigüedad del capítulo XXII. Es innegable que en este episodio se contiene una abierta crítica a la administración de justicia de la época. Pero lo que diferencia a este relato de otros pasajes de la obra de Cervantes – o de sus coetáneos, como Quevedo y sus letrillas satíricas – es que aquí la crítica no se limita a la mera existencia de corruptelas entre los jueces y escribanos (algo que, en mayor o menor medida, forma parte de la inevitable naturaleza humana y que, en sí, nada tiene de particularmente llamativo), sino que apunta mucho más arriba, al mismo corazón del orden político de la Monarquía hispana: la crítica va dirigida al mismísimo Rey. Cierto: en ningún momento se nos dice que se trate de Felipe II. Es comprensible que así sea, en una obra publicada bajo el reinado de su hijo, Felipe III. No obstante, y a despecho de la carencia de referencias cronológicas en la novela, hay un cierto consenso en cuanto a situar su acción en la segunda mitad del siglo XVI: así, Azorín, en La ruta de don Quijote, razona que la novela debe estar ambientada entre 1571 y 1575; Amando de Miguel, en su Sociología del Quijote, se inclina por la fecha de 1580. Poco importa esa diferencia: en ambos casos, nos encontraríamos en pleno reinado de Felipe II, y precisamente en los años inmediatamente posteriores a la victoria del golfo de Lepanto (y refuerza esta idea el hecho de que en la novela se aluda a la participación del propio Cervantes en esta batalla).

No parece haber duda a este respecto: la acción novelesca se sitúa en ese período, y, por ende, las alusiones al rey sólo pueden ir dirigidas a Felipe II. Cervantes escoge además, para este episodio de crítica a la administración de justicia, el asunto de las condenas a los galeotes. Unas condenas sobre cuyo carácter desproporcionado no cabe ninguna duda a la luz del texto cervantino. Y, como demuestra el estudio de Fernández Álvarez, tras esas abusivas condenas se hallaba la larga y férrea mano del rey. Es imposible creer que un hombre como Cervantes – sabedor, de primera mano, por propia experiencia, de los entresijos de la milicia y la justicia, y en cualquier caso un profundo conocedor de la realidad social de la España de su tiempo, magistralmente retratada en el Quijote – pudiese ignorar este hecho. Naturalmente, carecía de libertad literaria para expresarlo abiertamente. Pero sabía que sus lectores comprenderían a qué estaba aludiendo en este capítulo, sin necesidad de nombrarlo expresamente. Son demasiadas casualidades: la noticia histórica de los abusos judiciales cometidos, no ya sólo en nombre del rey, sino ejecutando directamente sus órdenes, en las condenas a los galeotes en esos años, y la ambigua noticia literaria que sobre este mismo asunto se nos traslada en este capítulo de la novela, concuerdan a la perfección. Sin duda, en estas páginas, y aunque fuese entre líneas, Cervantes estaba en realidad deslizando una crítica carga de profundidad contra el gravísimo desafuero cometido por el rey Felipe II. Una operación literaria de altísimo riesgo para la época, ejecutada sin embargo con tal maestría que su autor quedase al resguardo de cualquier potencial represalia del poder político. Para asegurar tal resultado, Cervantes se vio obligado a rizar el rizo: no sólo tenía que formular su crítica entre líneas, sino que, al mismo tiempo, tenía que desactivarla casi al mismo tiempo: decir una cosa y la contraria. Y el personaje de don Quijote era perfecto para esta delicada acción narrativa. Obsérvese el diabólico juego cervantino: un don Quijote momentáneamente lúcido (pero al que nada se puede reprochar, pues a fin de cuentas no por ello deja de ser un demente) es el encargado de deslizar esa crítica; y acto seguido un don Quijote que de nuevo actúa como un loco, sufre las iras de los galeotes, en lo que parece un rotundo mentís al intervalo lúcido de la primera parte del episodio (aunque en realidad no sea más que una hábil maniobra de encubrimiento). El ataque a Felipe II no sólo está implícito, oculto en la anécdota del cautiverio de los galeotes; para enredar más la cosa, cerrando toda posibilidad de censura al autor, las penosas consecuencias de la liberación de los presos desautorizan ese ataque, y otorgan retrospectivamente toda la razón del mundo a la justicia del rey. El episodio se cierra, en definitiva, como una quijotada más. Cervantes se escuda en la coartada de su loco personaje para criticar al rey, y acto seguido introduce un hecho que parece revocar de un plumazo esa crítica, anulando parcialmente su efecto con el consiguiente desconcierto del lector. Pero ese desconcierto – que, como se ha visto, ha hecho verter ríos de tinta en torno al significado de este capítulo – es la prueba más evidente de que el mensaje crítico, una vez formulado, nunca desaparece del todo: escondida en su propia ambigüedad, apenas delatada por esa oscura sensación de extrañeza que destila el episodio, la crítica de Cervantes al rey ha sobrevivido a los siglos y al desconocimiento que los lectores modernos tenemos del asunto que trataba. Para los coetáneos de Cervantes, en cambio, ese mensaje tenía que ser fácilmente reconocible: tan sencillo de identificar como, no obstante, imposible de demostrar sería su existencia, atrapada para siempre en la equivocidad del relato.

  1. Para concluir, existe un último detalle peculiar en este capítulo, al que apenas si hemos hecho alusión de pasada, y que a la luz de la interpretación que acaba de exponerse cobra todo su sentido, ratificando de este modo esta interpretación. Se trata de uno de los aspectos que más llaman la atención: el hecho de que don Quijote decida auxiliar a un grupo de delincuentes. Ya vimos cómo las lecturas en clave predominantemente satírica de la obra (López Calle, Martín de Riquer) despachan el desafío interpretativo que este elemento supone apelando, sin más, a la locura de don Quijote y, en definitiva, obviando de este modo las evidentes dificultades que este episodio plantea. En cambio, la interpretación que se postula aquí ofrece una explicación coherente: en el único caso en que, en toda la novela, don Quijote ayuda a unos criminales, el hecho de que estos sean galeotes – víctimas de un abuso judicial instado desde la Corona – revela un fundamento más profundo – esa crítica encubierta pero inequívoca a la política de Felipe II en este asunto – que la simple utilización de la chifladura del hidalgo manchego como sátira de un episodio de Amadís de Gaula.

Es particularmente significativo que sea éste el único episodio del Quijote, que yo recuerde, en que su protagonista se sitúa en abierta oposición a la Ley (o al Rey, que para el caso venía a ser lo mismo). Cierto: don Quijote es siempre, a su peculiar manera, un fuera de la ley: alguien que se toma la justicia por su mano y para el que no existe otra norma que el código de honor de la caballería andante. Pero una cosa es echarse al monte y situarse al margen de la ley, y otra muy diferente oponerse de forma abierta a la autoridad. Entre una y otra actitud hay un salto cualitativo, una esencial diferencia de grado. Don Quijote es, sin duda, un marginal: va por libre, a su aire. Su mundo no es de este reino. Aunque la acción de la novela probablemente transcurra en torno a 1570 ó 1580, sus aventuras escapan, por su disparatada naturaleza, a la jurisdicción del todopoderoso rey Felipe II, cuya legitimidad tampoco se impugna (malamente podría llevarse a cabo tal cosa desde un estado declarado, y conscientemente ridiculizado, de insania). En un pasaje posterior al de la aventura de los galeotes – en concreto, en las últimas páginas del capítulo XLV de la primera parte – una cuadrilla de la Santa Hermandad (que venía a ser algo así como la Guardia Civil de la época) trata de arrestarlo, precisamente por haber liberado a los condenados a galeras. La réplica de don Quijote a la orden de arresto no tiene desperdicio: “Venid acá, ladrones en cuadrilla, que no cuadrilleros, salteadores de caminos con licencia de la Santa Hermandad; decidme: ¿quién fue el ignorante que firmó mandamiento de prisión contra un tal caballero como yo soy? ¿Quién el que ignoró que son esentos de todo judicial fuero los caballeros andantes, y que su ley es su espada, sus fueros sus bríos, sus premáticas su voluntad? ¿Quién fe el mentecato, vuelvo a decir, que no sabe que no hay secutoria de hidalgo con tantas preeminencias ni esenciones como la que adquiere un caballero andante el día en que se arma caballero y se entrega al duro ejercicio de la caballería?”. El alegato de don Quijote no deja espacio a la duda: él está al margen de la ley, su estatus no es el de un súbdito, vive en una dimensión de la realidad ajena al orden político. E incluso al orden natural de las cosas: por si no quedase lo bastante claro, don Quijote prosigue su perorata detallando cómo ese singular estatuto de inmunidad se extiende a las más diversas cuestiones: en tanto que caballero andante, don Quijote no está obligado ni a pagar impuestos (“¿Qué caballero andante pagó pecho, alcabala, chapín de la reina, moneda forera, portazgo ni barca?”) ni a satisfacer precios de mercado (“¿Qué sastre le llevó hechura de vestido que le hiciese? ¿Qué castellano le acogió en su castillo que le hiciese pagar el escote?”); tampoco le es oponible el derecho de admisión, ni siquiera en los más selectos establecimientos (“¿Qué rey no le asentó en su mesa?”); no hay mujer que se le resista (“¿Qué doncella no se le aficionó y se le entregó rendida, a todo su talante y voluntad?”) y, por supuesto, tampoco existen para él ciertas limitaciones físicas propias del común de los mortales (“Y, finalmente, ¿qué caballero andante ha habido, hay ni habrá en el mundo que no tenga bríos para dar él solo cuatrocientos palos a cuatrocientos cuadrilleros que se le pongan delante?”). En fin, Don Quijote en estado puro. Por fortuna para él, en el capítulo siguiente el cura consigue convencer a los cuadrilleros de la Santa Hermandad para que no lo lleven preso, apelando a su evidente estado de enajenación mental. Ahora bien: este discurso no convierte a don Quijote en un delincuente, ni siquiera en un rebelde político: lo único que nos dice es que él considera que está exento de la Ley, al margen de ella: pero no que niegue la autoridad del Rey con respecto al resto de sus súbditos.

En cambio, en la aventura de los galeotes – más exactamente, en el intervalo lúcido de la primera parte del episodio – don Quijote abandona esa cómoda posición extramuros del orden político de la sociedad de la época: al contrario, se introduce en ese orden – aunque como elemento crítico y rebelde – impugnando con ponderados razonamientos, y no con simples y fantasiosos disparates, las decisiones de la justicia del rey. Ciertamente, esa incursión como elemento crítico de la Monarquía es fugaz: no se prolonga más allá de ese breve intervalo lúcido, esfumándose en la acción final de liberación de los galeotes, donde el disparate vuelve a ser el eje de su conducta, y donde el intelectual crítico en que, por momentos, llega a convertirse, da paso de nuevo al delirio del imaginario caballero andante. Al final del capítulo, don Quijote vuelve a situarse al margen (y, para colmo, molido a palos). Pero ese melancólico final no obsta para que, por un instante, su posición fundamental respecto al poder político se haya modificado: por una vez, don Quijote no está al margen de la Ley: se ha situado, decididamente, contra ella. De ser correcta la hipótesis expuesta en estas páginas, este singular comportamiento del personaje nada tiene de misterioso ni inexplicable.

D. Quijote y la extraña aventura de los galeotes (Francisco Cacharro) - El Cercano (2024)
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